domingo, 8 de mayo de 2011

"Todos los años es un año menos"

Bajo las luces fluorescentes, me escuché.
Me estaba asfixiando, pero al mismo tiempo, estaba afuera, escuchando lo que te decía, la forma en que me quebraba.
Por un segundo, me pregunté si te estaba rompiendo como tú me habías trizado hace ya unas tres semanas atrás.
No quiero saberlo.
Gracias por escuchar el miedo más escondido.

lunes, 25 de abril de 2011

Lo malo (de bañarse, de regar) es que siempre te tiras a la piscina. Eres fiel a ti misma, a lo que piensas y a lo que sientes, y tienes una leve esperanza de que no te refrenas (por lo menos en ese ámbito). Pero uno se suele tirar solo.
O se tiran contigo, pero siempre eres la única sensible, blandengue, débil, guagua, niña, mamona.
Y, a veces, el agua está helada.

miércoles, 13 de abril de 2011

lunes, 11 de abril de 2011

Casa latina (o Lo que sucede entre los andenes)

- ... pero a mi nunca me hagas la cama. No es necesario; ya haces muchas otras cosas.- lanzó cómo una granada antes de partir.
- ¿Seguro...?
- Sí, - dirigió su mirada al piso - No sabes cuanto...


La imagen que quemó su retina fue su espalda en el marco de la puerta, sus hombros algo encogidos, como si el imperativo 'crece' le hubiese pegado físicamente una puñalada. Se removió entre las sábanas y las frazadas. Quizás había sido demasiado dura. Quizás, si lo hubiese dicho de otro modo--- pero no, era lo que necesitaban hacer, el paso a dar. Era la meta que la mantenía a flote, su rosa de los vientos, lo único que hacía sentido. Porque ella vivía así, su esquema del mundo era así; una dialéctica entre los problemas y su solución, problema solución, problema solución. Pero él no se movía en sus conceptos. Él, ellos, se movían en los sentimientos porque sí, en las quebradas que no buscan un arreglo sino que sólo existen, sólo están y para eso ella no tenía respuestas. Ríos sin puentes, que sólo fluyen y son, y se preguntó si realmente la red de seguridad que tejía pacientemente para ellos les iría a servir de algo. Si ella también podía ser raíz. Cuando la palabra resonó en su cabeza se percató que él ya había cerrado la puerta, que quizás ya había bajado, que-- Se enredó en el plumón y corrió hacia el balcón, casi resbalándose en la cerámica blanca. Eran las seis de la tarde y aún hacía calor. La gente caminaba por Lastarria, pero no se veía. Se apoyó en su palma, era una exagerada, obvio, él no necesitaba darse vuelta y verla ahí. Él podía solo. Se sintió un poco tonta, pero no se movió. La brisa que movió su pelo negro era tibia. Se preguntó cuanto tiempo podía (la dejarían) pretender que esa era su calle, que ese era su lugar. Levantó un poco la cabeza y una espalda cuadrada y ancha cruzaba la calle. Sonrió, vio como se ponía los audífonos. Se sintió un poco como las niñas que ven a los marineros partir. Ojalá que volviera de su viaje por los siete mares. Ella iba a estar esperando.

domingo, 10 de abril de 2011

Cuando era chica, con mis papás por una razón u otra viajábamos al menos dos veces al semestre a Santiago. Nunca me lo cuestioné mucho, nunca me cuestioné ninguna de sus decisiones en esos días. En las salidas, siempre mis tíos me llevaban con mis primos a muchos, muchos lugares. Era bacán, en verdad, porque íbamos todos apretados pero no nos dábamos cuenta, y yo me maravillaba ante todo los estímulos, como buena pueblerina. Me acuerdo que una vez fuimos al Rocka Pollo. Osea, en verdad no me acuerdo, puede que haya sido un desliz de mi imaginación. No me acuerdo haber comido en el Rocka Pollo, pero si recuerdo haber jugado ahí con la Fran y la Dani. Y quizás la Javi, pero no sé. Habían columpios y toboganes rojos y era demasiado entretenido, y me llamaba la atención porque el Rocka Pollo era altísimo y azul rey (aunque yo a los ocho no sabía aun que era el azul rey) y pensaba en que en Serena no había ningún restaurant de ese color. Y creía que obvio que Pedro Picapiedra venía a comer pollo asado con Pablo Marmól y se sentaban en esa réplica roja de auto pseudo paleolítico que había en la entrada.
Una vez fui al Mampato. Bueno, no, estoy inventando. A lo que sí fuimos fue al MIM. Muchas veces. Ahí ya los adultos se turnaban, la mayoría de las veces iba mi papá con nosotros, en su vano intento de inculcarme el amor por la física cuando nos poníamos a ver ese edificio como de dominó que se movía con una supuesta recreación de terremoto. Las salidas al MIM eran maravillosas y terribles al mismo tiempo. Eran maravillosas porque corríamos por todas partes y todo era bonito y entretenido y todas las veces, testarudamente, intentábamos meternos en burbujas sin conseguirlo. La única que siempre lograba estar en la burbuja completa era la Dani, por ser la más chica. Y mi pelo siempre era al que le daba más estática. Ahora, eran terribles, porque eran un caos y nunca voy a entender cómo lo hacía mi papá. No sólo era un griterío, sino que nos perdíamos, nos caíamos, nos daba hambre, nos daban pataletas y tratar de vigilar a seis niños siempre será una tarea titánica. Nos mandaban colación, obvio, pero siempre queríamos comer más, y a algún lugar nos llevaba mi papá. Mis vacaciones santiaguinas siempre fueron así como hasta los 12.
Comer más, ver más, correr más, jugar más.
Ahora paso por el Rocka Pollo--- y es tan chica y fea la weah.

jueves, 27 de enero de 2011

En la vida adulta de Ceci, Anexo 1

El portón de mi casa tiene una sola misión, y no es protegerme de posibles asaltos y/o violaciones. El único propósito de mi portón negro y pesado es joderme la vida. Soy la única integrante de esta familia que no es capaz de cerrarlo (ni abrirlo, a veces). Tiene como una maña, la cerradura no deja que le des la ultima vuelta a la llave a menos que apliques una fuerza hacia el cierre y hacia arriba. Al mismo tiempo, por supuesto.
Ayer, tras una visita inesperada a eso de las 10 de la noche, me encontré a la una de la mañana intentando cerrarlo. Estuve quince minutos tratando.
No pude, como usted podrá imaginar.
Los perros ladraban al final de la parcela, y mi perro (un dálmata que nunca creció mucho más que la altura de un cocker) lloriqueaba al lado mío. Igual creo que debí haberme visto graciosa, con pantuflas peludas y un ataque de furia apunto de aflorar, tirando todo mi peso contra el portón para que la maldita cosa se cerrara. Consideré por unos segundos los peligros que tendría simplemente dejar la webada abierta, sin seguro. Podrían meterse a robar. Podrían matarme los perros. Robar el equipo, los notebooks, mi IPod, las joyas de mi mamá. El Plasma. Podrían violarme. Pero si dejaba mi puerta con llave no iban a entrar--- A menos que tuvieran pistolas, claro. Intenté volver a cerrarlo. Nada. Salí y traté cerrarlo por afuera. Y pude hacerlo. Podía cerrar la cuestión, pero desde afuera. Lo cual, era super útil, en especial porque me había quedado afuera y no tenía la habilidad elástica como para saltarme el portón (lo cual no es tan difícil si vas con alguien más y tienes buena elongación. Y no andas con pantuflas, POR SUPUESTO). Chata, lo abrí, entré. Me volví a meter a la casa. Prendí luces estratégicamente, la de la pieza de mi hermano Eduardo que da a la parte trasera del patio, la luz del living que puedes verla desde la calle. Le subí el volumen al equipo y crucé los dedos porque las divinidades se apiadaran de mí y no me pasara nada en mi tercera noche sola. A lo mejor, si buscaba una caja, salía, lo cerraba por afuera y me subía a la caja para saltármelo--- Pero no po, la caja iba a quedar afuera e iba a ser una invitación a saltarse el portón. En cuanto volví a tomar el libro que había dejado en el sillón, me acordé que mi mamá, a eso de las 6 de la mañana del lunes, antes de irse, me dijo que había dejado sus llaves en la casa, por cualquier cosa. Cuando me fui a Santiago, hace ya dos años, entraron a robar a la casa. Mis papás, ante eso, cambiaron varias cerraduras, incluyendo la de una puertita que está al lado del portón y que yo solía usar cuando volvía tarde de los carretes para que no me escucharan entrar. En mi llavero, la llave que servía para esa puerta ya no tenía uso. Pero en el llavero de mi mamá, estaba la actual llave de esa puerta.
En el recibidor de mi casa se encuentran siete llaveros, cada uno con unas nueve llaves promedio. Los probé todos, llave por llave. Ninguno era el llavero de mi mamá. Esta es la parte en que María Cecilia le grita al portón, le grita a los perros y se grita a sí misma por ser tan pendeja como para no poder siquiera apañarselas para cerrar el jodido portón de su casa y autovalerse en eso que se llama sobrevivencia. Estresada, me metí a la casa y registré toda la pieza de mis papás, todos los escondites, en busca del dichoso llavero. Nada.
Así que filo, me dije. Filo con la weah, que me asalten, me da lo mismo.
Dos horas después, me fui a acostar. Me estaba sacando el poleron y me di cuenta que en el mueble empotrado a mi pared había algo que no solía estar, que no pertenecía a mi pieza.
Era el llavero de mi mamá.
(Y María Cecilia se cagó de la risa, tomó las llaves, salió, cerró el portón por afuera con éxito y volvió a entrar por la puertecita. Sintiéndose completamente idiota, se durmió y cuando despertó hoy en la mañana, todo estaba tranquilo y sus cosas seguían donde las había dejado).