Escuchó otras 20 canciones. Se tomó los 500 cc de su agua mineral. Comió, lentito, pedazos de frutilla. En la ventana, la carretera se sucedía sin descanso, los autos seguían una carrera sin ganadores ni perdedores. Sofía no miraba mucho, se mareaba. Se asustaba. A las 12 del día ya estaba siendo azotada por la brisa marina de Valparaíso.
Comenzó su ritual de siempre: fue a la plaza de Armas, se compró un algodón de azúcar que no se terminaría. Corrió hasta la playa, se sacó los zapatos en la arena, jugó a pretender que la espuma era esos pelotones de algodón que se deshacían en su lengua. Se tiró en la playa, miró los volantines, la gente pasar. Un maltés le lamió los dedos de los pies. Cerró los ojos de cara al sol y pretendió que estaba en Marte. Cuando ya no soportaba el sopor, dejó todo tirado, gritó con todas sus fuerzas y corrió al encuentro del océano, pataleando, jugando con las olas a la pinta, pretendiendo que podía contra el mar. Empapada hasta la cintura salió, se calzó las zapatillas y caminó hacia el cerro Alegre.
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